Epístola

Estimado:
El día de hoy tomo un poco de mi tiempo para escribirle unas cuantas líneas que sé no leerá, pero uno nunca la sabe, las coincidencias se dan y las palabras vuelan.
Después de la extrovertida conversación de la mañana, usted me dejó pensando en usted. Me siento halagada por serle de confianza. A la vez, estoy orgullosa de esa decisión que tomó. Le reitero, la belleza que podemos darle al mundo no depende de nuestro dolor. Fue sabio de su parte reconocer su incapacidad para solucionar los conflictos que interfieren con su cotidaneidad.
Reciba todo mi apoyo y ese cariño incondicional que se ha ido arraigando a mi médula como un cáncer que me va matando lentamente. Si tan sólo supiera...
Con la ilusión de ser suya algún día (de nuevo)
La señorita P.
CURRENTLY LISTENING: House of cards- Radiohead

Reminder


HAPPINESS is at the palm of your hand.

El gnomo


La semana pasada se apareció un gnomo en mi jardín. Fue una de esas noches de insomnio donde las sábanas parecen estar hechas de papel periódico, la tinta manchando mi piel con historias sensacionalistas y escabrosas. Intenté ver televisión confiado en que los infomerciales arrullarían mi lucidez. Sin embargo, deseché la idea cuando recordé que no había pagado el cable de nuevo. Caminé hasta la cocina, llené un vaso con agua helada del grifo y la bebí en dos tragos. Mala idea. Volví a mi cuarto, justo cuando comenzaba a sentir esa pesadez en los párpados y la comodidad dentro de mi cama, las ganas de orinar escondieron el sueño, obligándome a ir al baño. Me miré en el espejo, mis ojos estaban más que hundidos y la piel amarilla. Decrépito sería la palabra más adecuada para describir mi aspecto esa noche. Sentí lástima por mi situación, el cansancio negado me estaba ablandando. Realmente quería dormir y yo solo me lo impedía. Entré por cuarta vez a mi habitación. Me recosté sobre mi lado derecho, mirando la ventana. Hilos de sudor trazaban la historia del desvelo más infame de mi vida. Abrí las cortinas y ahí estaba: dos esferas amarillas brillantes, titilando al unísono en periodos de tiempo iguales. Me froté los ojos tres veces, pero no logré que esa mirada fija dejara de apuntarme. Me concentré un poco más, alcancé a vislumbrar una silueta pequeña y rechoncha, no podía ser mi perro, él estaba durmiendo en el patio interior, imposible que se hubiera escabullido a la mitad de la noche. Traté de relajarme, quizá y no había nada ahí. “Son los efectos del insomnio, son los efectos del insomnio”: el mantra nocturno para los momentos adecuados. Me acerqué a la cama de mi hermano, traté de despertarlo. Era un gnomo, yo no estaba mintiendo, no me estaba volviendo loco, tenía que verlo él también. Arañazos, gruñidos y algunas groserías fue lo único que recibí por su parte, “los gnomos no existen pendejo, ya déjame dormir”. Pero yo no estaba mintiendo, ahí estaba, corrí hacia la ventana y el gnomo seguía ahí, inmóvil, parpadeando a cada respiración mía. No era un invento, tenía que probarle a mi hermano que sí había un gnomo en nuestro jardín. En medio de la desesperación e impotencia, un recuerdo infantil se hizo presente: las manos de Abue, el olor a menta y los sillones tapizados, esas historias que nos contaba si nos portábamos bien, relatos fantásticos que, una vez que crecimos, desaprobamos. Si Abue me hubiera visto en ese momento, no haría más que reírse. Ella solía decir que si corríamos con la suerte de encontrarnos a un gnomo, lo cual no era frecuente, era esencial atraparlo y ponerlo a nuestra disposición, “siempre tan útiles los méndigos, qué lástima que nunca pude toparme con uno, los quehaceres domésticos hubieran quedado más que resueltos”. Pensé para mis adentros “Abue, este gnomo va para ti, en recompensa a todos los años de servicio doméstico otorgado a tu familia, y como indemnización por la artritis y tu quinta y sexta lumbares dañadas”. Me calcé bien las pantuflas, tomé una linterna, una bolsa de basura y salí al acecho. El jardín era una masa amorfa de oscuridad y hierba, todos dormían. Sólo era perceptible el canto de los grillos y mis pisadas sobre el pasto mojado. Ahí estaba yo, en pijama y con pantuflas, sosteniendo mis artefactos como armas orgullosas de presenciar el combate que, de ser ganado, honraría la memoria de mi abuela. Siempre tan buena mujer, mi abuela. Corrí hacia el gnomo lo más rápido que pude, pero, a pesar de sus piernas cortas, me superaba en habilidad. No se me iba a escapar, no debía de escaparse. Sin darme cuenta, el gnomo estaba detrás de mí, pateando mis tobillos y mordiendo mis pantorrillas. Grité, un gnomo insulso no me ganaría, no era una opción factible. Lo levanté con mi mano izquierda, mientras que con la otra hacía malabares para evitar que la linterna cayera. Mi falta de habilidad junto con mi cansancio hicieron que la linterna se me resbalara de la mano. Quedé en penumbras junto con mi pequeño enemigo, el cual se retorcía y balbuceaba frases incomprensibles. Tomé la bolsa de basura y lo intenté meter, pero en el forcejeo ésta se desgarró y sentí como el gnomo se salía por el agujero. Los ojos se me llenaron de lágrimas, no era posible que después de tanto esfuerzo el patético individuo huyera y me orillara a defraudar el recuerdo de mi abuela muerta. Éste no sería el final de la historia. Me agaché y con el tacto hallé la linterna, acomodé las baterías y me dispuse a continuar con la búsqueda. Recorrí cada metro cuadrado del jardín: el gnomo ya no estaba. Rendido y cansado me recosté junto a los arbustos. El insomnio ya no me importaba, sólo quería encontrar al gnomo. Nada era más trascendental que su captura. Comencé a hacer una lista mental de todas las veces en las cuales me había sentido así de fracasado: el cumpleaños pseudosorpresa de mamá, la graduación de secundaria, el día en el cual fallé una canasta y mi equipo perdió el campeonato de basket… Un movimiento sigiloso entre los matorrales interrumpió mi tren de pensamiento. El gnomo seguía dentro de mi territorio. Era mío, no se fugaría. Me acerqué a gatas al sitio donde lo había visto por última vez y lo metí dentro de la bolsa. Una vez más, había fallado: todo había cruzado por mi mente excepto el hoyo gigantesco que tenía el plástico. Sin embargo, mis reflejos no me abandonaron y alcancé a tomarlo por los pies. Cuando recobré la perspectiva de lo que estaba sucediendo, me vi con dos curiosos zapatitos en las manos. El gnomo había desaparecido. Decepcionado, los até y los lancé al tendedero de la casa. Caminé hasta mi cuarto, estaba amaneciendo. Me envolví en mis cobijas de periódico, vencido una vez más. A nadie engañaba, no podría dormir, no faltaban más de diez minutos para que sonara el despertador y la vida continuara. Me mantuve recostado boca arriba, haciendo recuento de la aventura. ¿Cómo pude desaprovechar tal oportunidad? Cuando mi hermano despertó, lo tomé por la mano y lo llevé al tendedero, tenía pruebas fehacientes que justificarían todo el ruido nocturno. “¿Qué mire qué? Ahí no hay nada, estás enfermo” atinó a decir molesto frente al tendedero. Pero ahí estaban, nada podría contradecir lo que yo estaba viendo: un par de zapatos tamaño gnomo colgando del tendedero, recordándome que las noches de insomnio están reservadas a los perdedores.

La môme

Hoy fui al cine con Tamara, Ivonne y papá. Entramos a ver La vida en rosa, mejor conocida como La Môme o la vida de la cantante francesa Edith Piaf. Comienza como cualquier otra película biográfica, su infancia, bastante jodida por cierto, sus tropiezos, el inicio de su carrera, la cúspide y la inevitable caída. Sin embargo, por primera vez sentí un repudio gigante hacia la protagonista. Lo siento Edith Piaf, pero no te soporto. La película está excelente, pero a ti no te soporto. Y sé que no fue su culpa, fueron circunstancias y lugares recurrentes (reitero, re jodidos), así te tocó y no hay de otra chère Edith... Una vida sin amor, sin sustento y sin sentido. Una gran voz, que sólo sabía cantarle al dolor. Vacía, una cajita de resonancia que no llega al eco. No es simpatía querida, sino compasión. La culpa no fue suya, rien de rien, je ne regrette rien. E hiciste bien.

Le crea necesidades innecesarias.

Una mirada sigilosa y resentida presta atención a tus escritos. ¿Cómo te explicas las mentiras después de todo?